El P. Miguel Carmen
que presidió la Eucaristía, en la Casa de las Pías Discípulas, en Madrid, junto a otros sacerdotes paulinos que concelebraron con él, nos ha permitido compartir la homilía, por
ello le damos las gracias.
Buenas tardes
queridos hermanos y hermanas. En este día en que celebramos la solemnidad de
Jesucristo divino maestro, como Familia Paulina, devoción titular de nuestras
hermanas Pías Discípulas y titular también del Instituto Jesús sacerdote, es
bueno recordar y volver a las palabras de nuestro fundador, quien decía que la
devoción a Cristo maestro, camino, verdad y vida «no se reduce a la simple
oración o a algún canto, sino que envuelve a toda la persona», en este sentido,
es una devoción holística, integral, total. Sigue el fundador: «esta devoción
no debe reducirse a la oración, sino que partiendo de la oración debe
extenderse a toda la vida apostólica, ya que el fruto de nuestro apostolado es
proporcional a esto, a presentar a Jesucristo camino, verdad y vida», y para
presentarlo hay que vivirlo, hay que tener esa experiencia de encuentro
fundante con él y que cambia toda nuestra existencia.
A lo largo de
nuestra vida existen momentos, digamos, privilegiados, y uno de ellos es el
minuto, o los segundos en los que Cristo se encontró con nosotros y nos llamó,
para estar con él, ser sus amigos y para anunciar que él es el camino, la
verdad y la vida.
Esta experiencia de
encuentro con él, esta experiencia de amistad es, como he dicho, fundamental,
por ello no es una experiencia cualquiera. La amistad es comunicación íntima,
profunda, sin medias tinta. La amistad es comunión. Solo podemos ser amigos si
estamos juntos, no solo juntos físicamente, sino juntos en relación. Y Jesús es
el maestro que nos enseña a entrar en relación con los demás. Jesús es el que
nos enseña como hay que dar la vida, cuál es el camino que debemos seguir, que
no es otro que el del amor y la misericordia; Jesús es el maestro que nos
enseña a ser personas verdaderas… Jesús es nuestro amigo. Un aturo italiano,
Luigi María Epicoco, reflexiona sobre un versículo del relato de los discípulos
en el camino de Emaús: «... mientras ellos hablaban y discutían, Jesús mismo se
les acercó y se puso a caminar con ellos» (Lc 24,14-15) texto bien conocido por
todos nosotros. Dice el autor:
Juntos.
Es una de esas
palabras que entendemos aun antes de saber pronunciarla.
Nacemos ya juntos.
Nacemos ya dentro de
alguien.
El vientre de
nuestra madre es ya una relación.
Nuestras primeras
experiencias de existencia son con alguien, dentro de alguien.
Hay quienes dicen
que nos pasamos la vida intentando entrar de nuevo en el vientre de nuestra
madre. A mí me gusta pensar que nos pasamos la vida buscando relaciones
vitales, relaciones que nos hagan vivir de verdad.
Ese cordón umbilical
no deja pasar solo lo que nos nutre, sino sobre todo lo que nos hace vivir.
Porque la vida no es solo un hecho biológico, sino algo mucho más profundo.
Pensar que la
libertad es emanciparse de la palabra «juntos» significa condenarse no solo a
la soledad, sino a la misma muerte.
La libertad es una
relación que me hace vivir de verdad.
Si no puedo vivir,
¿cómo voy a ser libre?
Por lo tanto,
«juntos» indica la necesidad de vivir siempre en relación.
Ni siquiera se puede
ser feliz solos.
En este sentido,
nacer en un laboratorio no es como nacer en el vientre de una madre. Porque el
problema no es solo venir al mundo, sino recordar que el modo en el que se
viene al mundo también me dice quién soy realmente.
Cuando era pequeño,
el peor castigo que se le podía dar a un compañero era dejarlo solo.
Qué sentido tiene un
juego si estás solo.
Qué sentido tiene
una sonrisa si estás solo.
Qué sentido tienen
las lágrimas si estás solo.
Pero ¿qué tiene que
ver toda esta consideración con la narración de Emaús?
Prácticamente todo.
Si bien es cierto
que estos discípulos están viviendo un camino de vuelta, una experiencia de
decepción, un recorrido hacia la propia autenticidad, también es cierto que se
trata de una experiencia humana, y lo es porque están «juntos». –Y recordemos
queridos hermanos y hermanas que lo humano, gracias a Jesucristo, no es lo
opuesto a divino, en Jesucristo, cuanto más humanos somos más participamos de
la divinidad, a su imagen y semejanza nos creó Dios–.
[…] La amistad es
esa relación que nos hace seguir [teniendo esperanza] aun cuando la vida parece
quitarnos todo.
Estos dos discípulos
ya no tienen ninguna certeza, –como nos puede pasar a nosotros en estos tiempos
que corren, no tenemos vocaciones, las obras de apostolado quizá no marchen
como deberían, nuestras comunidades están envejecidas… y tantas cosas más–,
pero los dos discípulos están juntos, y Jesús con ellos, y eso cuenta muchísimo,
de hecho, es lo que más cuenta. No estamos solos, Jesús está con nosotros.
Hay que ser amigos,
[amigos de Jesús que nos dice]: «Ya no os llamo siervos, sino amigos» (cf Jn
15,15), Y les dice, a sus discípulos y a nosotros que «nadie tiene mayor amor
que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).
[…] El amor más
grande es dar la vida por los amigos. Pero, si no se tienen amigos, ¿cómo se
podrá dar la vida? ¿A quién se le dará esa vida? A todo lo que no te hace
feliz. Darás la vida por la carrera, por tu buen nombre, por una causa justa,
para construir el mejor hospital de África, incluso por una consagración, pero
el amor más grande no es construir hospitales en África, sino dar la vida por
los amigos. Así que, si quieres construir un hospital en África, acuérdate de
que primero tienes que aprender a reconocer en aquella gente a tus amigos; de
lo contrario, el tuyo no será el amor más grande, sino la caricatura del amor,
lo que san Pablo describe del siguiente modo:
«Aunque hable las
lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, no soy más que una
campana que toca o unos platillos que resuenan. Aunque tenga el don de profecía
y conozca todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tenga tanta fe que
traslade las montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque reparta todos mis
bienes entre los pobres y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de
nada me sirve» (1Cor 13,1-3).
La devoción a
Jesucristo camino, verdad y vida, devoción que compromete toda nuestra persona,
todo nuestro ser, más que una simple espiritualidad piadosa de cantos y rezos,
debe ser de encuentro, de amistad, que se concretiza en nuestras relaciones
interpersonales, comunitarias y apostólicas y solo así, quizá, podremos decir
con san Pablo, ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí.