La Iglesia
atesora muchas formas de vivir nuestra vocación cristiana en este mundo. A mí
siempre me atrajo la vida contemplativa; es un carisma valorado como un tesoro
para la Iglesia por su vida apartada del mundo, silenciosa y orante con una
“misteriosa fecundidad apostólica”.
Durante un tiempo pensé que el don de la contemplación sólo se podía
vivir en clausura; más adelante descubrí
que Dios invita a vivir ese carisma de diferente forma: una vida
contemplativa abierta en medio del mundo.
Mis pasos,
conducidos por el Señor, me llevaron a nuestro Instituto. A demás de lo propio en los Institutos
Seculares como ser “fermento en la masa”, vivir nuestra vida cristiana en el
ambiente donde nos movemos y un novedoso espíritu apostólico como evangelizar a
través de los Medios, que me sorprendió positivamente y comprendí muy necesario
en estos tiempos, tenían a María de la Anunciación como modelo para nuestras
vidas. Ella, en su “hágase” aunaba la contemplación, unión y relación con Dios que la habitaba con
el apostolado activo. Con gozo,
generosidad y alegría entregó a los hombres al que nos trae la Buena Noticia, a
Jesús que llevaba dentro, como Reina de los futuros apóstoles.
Mi llamada
era vivir las dos dimensiones: la realidad espiritual y la realidad
humana. Vivir en mi interior una
relación de amistad con la Trinidad que está dentro de nosotros y poder
integrarlo en mí día a día con los que me rodean, mi familia, amigos, ambiente
laboral y las personas que Dios me ponga cerca.
El Instituto Virgen de la Anunciación era el lugar idóneo para ofrecer
al mundo exterior mi mundo interior, con la alegría de haber encontrado el
tesoro escondido que tenía que compartir
con mis hermanos del mundo.
También
encontré Hermanas, personas todas diferentes entre sí, con el mismo ideal; en
quienes nos apoyamos, nos queremos, nos perdonamos y ayudamos como Dios nos da
a entender. Encontré mi sitio en la
Iglesia donde vivir mi vocación cristiana.
En la
práctica me encuentro que las cosas no son tan fáciles como yo pensaba o
esperaba. Casi siempre los obstáculos los pongo yo; pero siempre confío, con fe profunda, que el Espíritu Santo y
nosotros iremos superándolos, porque cada llamada, cada vocación, cada misión,
cada don son obra de Dios, y El se las arreglará para que no perdamos de vista
la meta y que su plan se cumpla en nosotros.