Sólo quien la posee es capaz de los heroísmos de
santidad que embellecen a la Iglesia católica: el celo de los misioneros y de
los apóstoles, el espíritu de sacrificio de los mártires, la fe de los
confesores, el amor de las vírgenes. Un joven casto es un santo; de un joven
deshonesto, aunque poseyera las mejores dotes, es preciso huir.
San Pablo es el doctor de la
bella virtud, pues exalta la virginidad cristiana considerándola figura de la
unión inmaculada de Jesucristo con la Iglesia, y fruto de esta unión
sobrenatural; da a las viudas reglas santísimas para guardar la continencia,
consolida a los ancianos en la castidad, estimula a los jóvenes a practicarla,
la proclama como un fruto del Espíritu Santo, la predica como fundamento de las
familias cristianas, la busca como signo de vocación y la recomienda con
celosísimo esmero a los ministros de Dios.
Más aún, veía tan necesaria esta virtud que casi
hacía consistir en ella la santificación: «Esta es la voluntad de Dios, que os
hagáis santos, para que os abstengáis de toda deshonestidad». Le horrorizaba
todo pecado en esta materia, hasta desear que ni se hablase de ello: «De
lujuria, inmoralidad de cualquier género o codicia, entre ustedes, ni hablar;
es impropio de gente consagrada».
San
Pablo no hacía misterio alguno de su castidad, que estimaba como un
preciosísimo tesoro. Y tanto deseaba que cada uno supiera conservar la
continencia que, iluminado por el Espíritu Santo, no dudaba en proponerse como
ejemplo sobre este punto: «A todos les desearía que vivieran como yo».
Así que él vivió castamente hasta la muerte
diciendo a todos: «estaría bien que se quedaran como hago yo».
Obsequio: Hoy mortifica los ojos.
Jaculatoria: San Pablo apóstol, protector nuestro, ruega
por nosotros y por el Apostolado de las Ediciones.