La esperanza requiere una dulce
confianza en la misericordia de Dios, pues sólo por esta misericordia podemos
obtener el perdón de los pecados y la gracia.
San Pablo poseía esta virtud, que nace
de la fe y tiene tanta fuerza en un corazón cuanta hay de fe en él.
Ahora bien, en san Pablo la fe era
heroica. Lo confesaba él mismo cuando escribía: hemos sido salvados del error
por la esperanza. Más, decía, no perdamos la esperanza pues en ella hay grandes
méritos. Y rebosando gozo al pensar en el cielo, decía: estamos alegres por
nuestra esperanza; y en otro paso: nos da brío y ánimo pensar en la esperanza
que tenemos delante; ésta es para nosotros como un ancla de la
existencia, sólida y firme, que entra además hasta el otro lado de la cortina,
hasta el lugar donde como precursor entró por nosotros Jesús. Somos hijos de
Dios, y si somos hijos, somos también herederos, coherederos del cielo.
Cuando alguien se apenaba demasiado por
la pérdida de sus seres queridos, le decía: no seamos como quienes no teniendo
la esperanza de reabrazarlos se afligen inconsolablemente. Y en
las propias angustias se confortaba diciendo: Me aguarda la merecida corona con
la que el Señor, juez justo, me premiará el último día; y no sólo a mí, sino
también a cuantos aman a Jesucristo. Él se confesaba gran pecador, pero lo
esperaba todo por la sangre preciosa de Jesús: y entre los peligros y las
tentaciones confiaba vencer por la palabra de Dios: «te basta mi gracia».
Obsequio:
Rezar un acto de esperanza.
Jaculatoria: San Pablo apóstol, protector nuestro, ruega
por nosotros y por el Apostolado de las Ediciones.