La caridad es una amistad, una
benevolencia, un amor que mostramos en nuestro corazón hacia nuestro Padre
celeste y hacia nuestros hermanos, el prójimo. El amor a Dios y al prójimo son
como dos rayos de la misma llama.
La caridad hacia
Dios puede considerarse como el estado de gracia. Más aún, es inseparable del
estado de gracia. Es tan necesaria que san Pablo escribe: «Ya puedo hablar las
lenguas de los hombres y de los ángeles que, si no tengo amor, no paso de ser
una campana ruidosa o unos platillos estridentes. Ya puedo hablar inspirado y
penetrar todo secreto y todo el saber; ya puedo tener toda la fe, hasta mover
montañas, que, si no tengo amor, no soy nada. Ya puedo dar en limosna todo lo
que tengo, ya puedo dejarme quemar vivo que, si no tengo amor, de nada me
sirve».
¿Quién puede decir
el grado excelso de santidad del Apóstol? Él empieza por asegurarnos de poseer
la gracia del Señor cuando escribe: El amor de Dios ha sido derramado en
nuestro corazón en fuerza del Espíritu Santo que se nos ha dado. Luego exhorta
a los fieles de Éfeso a crecer con él cada día en la amistad de Dios; después
pide a los filipenses que suban con él más arriba. Sabemos lo encendido que
estaba en su corazón el fuego del amor de Dios por lo que escribía sobre su
íntima unión con nuestro Señor Jesucristo hasta decir que ya no vivía él sino
Jesucristo en él.
Obsequio: A lo largo del día recuerda frecuentemente
el consejo de san Pablo: hágase todo en el amor.
Jaculatoria: San Pablo apóstol, protector nuestro, ruega
por nosotros y por el Apostolado de las Ediciones.