El amor a Dios tiene un signo externo por el que se conoce fácilmente: el
amor al prójimo. «En esto, dijo el divino Maestro, conocerán todos que son
discípulos míos: en que se tengan amor entre ustedes».
El amor del Apóstol al prójimo no es
posible describirlo brevemente. Toda su vida fue caridad, un apostolado de bien
para con los demás, tanto que san Juan Crisóstomo escribió: «Tal como el
hierro, puesto al fuego, se vuelve también él fuego, así Pablo, inflamado de
amor se hizo todo amor».
Ya fuera con las Cartas, o de viva voz, unas veces con oraciones, otras con
amenazas, aquí directamente él, allá por medio de sus discípulos, usaba todos
los medios para estimular a los fieles, mantener a los fuertes, levantar a los
flojos y a los caídos en pecado, curar a los heridos y reanimar a los tibios,
rebatir a los enemigos de la fe: excelente capitán, intrépido soldado, hábil
médico, a todos daba abasto. Y en el fervor de su amor el Apóstol decía que se
había hecho todo a todos para salvarlos, y preguntaba: ¿Dónde hay una necesidad
que no acuda yo a remediarla? ¿Quién se encuentra en apuros que no vaya yo
prontamente a socorrerle? Hubiera querido ser anatema por mis hermanos. A los
Colosenses les escribía: «Gozo en sufrir por ustedes»; y a los Tesalonicenses:
«Mi ardiente deseo era no sólo anunciaros el Evangelio sino dar mi vida por
ustedes».
Obsequio: Mira la imagen de san Pablo, y repite sus
palabras: «¿Quién de ustedes está alegre que no me goce con él? ¿Quién de
ustedes llora que no llore también yo?».
Jaculatoria: San Pablo apóstol, protector nuestro, ruega
por nosotros y por el Apostolado de las Ediciones.