La humildad se ha comparado a la violeta, que
prefiere esconderse y al mismo tiempo es tan perfumada y agradable que todos la
desean y buscan. En efecto, el humilde se considera muy poco, trata de ocultarse
y ser estimado una nulidad. Pero a la vez el perfume de su virtud se difunde
entre los hombres; éstos, mientras desprecian al soberbio, se inclinan hasta
delante de un simple inocente niño. Aún más, el humilde atrae a sí las miradas
benignas y buenas del Señor, se gana la divina clemencia, alcanza muchas
gracias especiales y es exaltado por el propio Dios: «Si no se hacen pequeños
como niños, no entraran en el reino de los cielos».
La humildad de san Pablo destaca
en todas sus obras y en sus escritos. A los
discípulos de Corinto les decía: «Estoy entre ustedes en actitud y aspecto
de humilde y abyecto». Tras haber trabajado más que todos los Apóstoles y haber
llenado el mundo de su palabra y de sus milagros, escribía: «Yo soy el mínimo
entre todos, y no merezco llamarme apóstol, pues he perseguido a la Iglesia». Y
confesaba sus errores y atribuía a la
misericordia de Dios el no haberse perdido y vivía en continuo temor por sus
pecados que ya le habían sido tantas veces perdonados y que había purgado con
tantas penitencias. «Ahora no recuerdo, no tengo conciencia de faltas; pero no
por eso estoy seguro de mí: quien me juzga es Jesucristo». Y continuamente
vivía en el temor de ofender aún al Señor y hacía grandes penitencias que
refiere genéricamente con estas palabras: «Castigo mi cuerpo y lo tengo
sujeto».
Obsequio: Repitan a menudo durante el día: Por mí nada puedo, con Dios lo puedo
todo, a Dios el honor, a mí el desprecio.
Jaculatoria: San Pablo apóstol, protector nuestro, ruega
por nosotros y por el Apostolado de las Ediciones.