Para ser
verdadero, el celo tiene que nacer de un corazón completamente enamorado del
Señor; el apóstol debe tener una misión conferida por la autoridad legítima; ha
de trabajar por la Iglesia. Quien no trabaja con
una misión divina puede ser semejante a los predicadores que no han sido
enviados y por tanto no reciben la bendición del Señor. Quien no trabaja unido
a la Iglesia acaba desparramando; desgraciadamente, ¡cuántos herejes, cuántos
cismáticos han errado el camino en esto! Todo debe partir del Papa y volver al
Papa: «Donde está Pedro, ahí está la
Iglesia». Quien no trabaja con Jesucristo, desparrama; y no trabaja con
Jesucristo quien no está bien unido al Papa.
Nuestro santo Apóstol tenía genuino celo, fundado en el amor a nuestro
Señor Jesucristo. Ya hemos considerado que su corazón ardía con el más vivo y
puro afecto al Señor, por quien supo sufrirlo todo, soportarlo todo; no deseaba
sino dar a conocer a Jesucristo y ganar almas para él. De Jesucristo había
recibido su misión, pero con todo fue a Jerusalén para poner al corriente a san
Pedro como primer papa. Aún más, san Pablo, estando en Antioquía de Siria, tuvo
una visión maravillosa: nuestro Señor Jesucristo se le presentó y le mandó ir a
Jerusalén. En efecto, san Pablo fue, estuvo algunos días en Jerusalén, habló
con san Pedro sobre el Evangelio, y luego aguardó a que san Pedro estableciese
dónde tenía que ir él a predicar. Y el Vicario de Jesucristo le envió
precisamente a los gentiles. Su cuidado y principal recomendación a los fieles
era siempre la de que estuvieran unidos a la Iglesia. Por lo menos trece veces,
entre los Hechos y las Cartas, repite Pablo estos conceptos: obedeced a
vuestros pastores, no hagáis caso a quien os enseña diversamente de cuanto os
enseña la Iglesia, ateneos a las decisiones del concilio de Jerusalén, etc.
Obsequio: lee algún
documento reciente del Papa Francisco y busca de manera concreta ponerlo en
práctica
Jaculatoria: San Pablo apóstol,
protector nuestro, ruega por nosotros y por el Apostolado de las Ediciones.